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21 de diciembre de 2021

SE ACERCA LA NAVIDAD

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YA ESTAMOS CERCA,

CERCA DE NAVIDAD,

LA NOCHE BUENA PARA ALGUNOS 

UN CUMULO DE ANSIEDAD,

EN EL AMBIENTE FLOTA,

Y NADA ES BUENO Y NO HAY BONDAD,

CUANDO CUBRIR LA MESA ES GRAVEDAD,

HAY RISAS Y FESTEJO EN UNAS,

Y LA RESILIENTE PACIENCIA, 

Y UNA SONRIZA DE NECESIDAD,

DE ACEPTAR LO QUE UNO TIENE.

SI, SE ACERCA LA NAVIDAD,



Y EL NIÑO EN EL PESEBRE,

TANTA RIQUEZA Y TANTA ORFANDAD,

TANTA POBREZA EN EL BOLSILLO,

Y EN EL CORAZON TANTA NECESIDAD,

¿Y EL NIÑO QUE LLEVAMOS ADENTRO?,

SIN AFECTOS RECIBIDO, 

QUE SE REVELA EN ESTA SOCIEDAD.

SI, EL TIEMPO SE ACABA,

LA ESTRELLA YA ANUNCIA,

SE ACERCA LA NAVIDAD.

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16 de abril de 2009

ANTES

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Antes... hace mucho tiempo


era un páramo desierto


esta tierra mía.


Las espinas crecían sobre los campos


sin siembras y por las noches


la luna enhebraba hilos de luces


para bordar los montes y sus penas.


Después... llegaron labriegos,


hombres de espaldas anchas,


sus frentes pobladas de siembras...


hincaron arados, con esperanza de acero,


simétricas líneas verdes se extendieron


y maduraron los frutos,


dulces poemas de la vid en sueños.


La tierra quedó de bruces


después de regalar su ofrenda


y se murió la tristeza


que prendía en sus negras ojeras


Adela Alvarez Faur
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26 de marzo de 2009

HISTORIAS DE INMIGRANTES

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Escribe Adela Alvarez Faur

Los africanos en nuestro país. Muchos estudiosos han negado la presencia de gente de color, en nuestro suelo. Algunos historiadores se refirieren a ellos como “fueron muy pocos,” y en realidad no es así.

Mal que le pese a muchos, la presencia negra estuvo incorporada a nuestra sociedad, quizás no como estuvo, y está, la inmigración europea.

Los africanos provenían de distintas partes de África, algunos de Bantú, Guinea, Senegal, Angola y Cabo Verde. A veces, Buenos Aires, era para estos desdichados apenas una parada para seguir después rumbo a otros destinos. La venta de esclavos constituía el mejor negocio para aquellos que querían enriquecer rápidamente.





Solían llevarlos para venderlos a Perú o al Alto Perú donde se los hacía trabajar en las minas. Los negreros, pasaban por Tucumán y Salta, dejando muchas veces en esos lugares, buena parte de la “mercadería”.
Otra vía que tomaban era por Córdoba hacia Mendoza, y desde allí pasaban a Chile. Los precios oscilaban entre uno y otro lugar. Los lugares que salían de la ruta obligada, debían pagar mayor precio por los esclavos, ya que el flete se encarecía, y esto suscitaba enojos entre los lugareños.

Entre los años 1776 y 1810, en Buenos Aires, la tercera parte de los esclavos que allí habitaban compraron su libertad mediante un procedimiento que se le llamó la manumisión. Aquello era más accesible a mujeres y niños. Los negros que lograron esto, lo hicieron con gran sacrificio, ya que el que quería ser libre debía pagar 400 pesos, suma en la que estaba tasado. Por lo general, este dinero inalcanzable para muchos, salía del trabajo de toda una familia y de amigos del barrio que durante mucho tiempo ahorraban.




Otra forma de libertad, fue bajo la promesa de servir a su amo hasta la muerte de éste. También se liberaban casándose con mujeres libres, y si a veces esto no resultaba, por lo menos obtenían la libertad para sus futuros hijos. La unión entre negros e indias dieron
una descendencia a los que se les denominó: mulatos, morenos y pardos, también ellos podían hacerse dueños de la tan ansiada libertad.

Otras de las estrategias que usaban las mujeres esclavas, era, unirse a hombres blancos, con el propósito de tener hijos más claros de piel. También se unían sexualmente a sus amos, sabiendo de antemano que los hijos que nacieran de esa unión, estarían bajo el amparo de su dueño y a la larga llegarían a ser libres y un poco más claros que ellos.

Sin embargo, ni alcanzando la libertad los negros accederían a los mismos derechos que los blancos. No podían asistir a las mismas escuelas de los blancos, ni portar armas, ni vestirse de manera ostentosa.
Tampoco debían desempeñar cargos militares, eclesiásticos o civiles. Las mujeres no podían vestirse con sedas o encajes ni lucir joyas, o salir de noche.
Mucho tendríamos para seguir hablando sobre este apasionante tema, pero se nos acaba el tiempo y el papel.



Mi pregunta es: ¿Debemos definir a los africanos como parte de la inmigración, o simplemente como la esclavitud insertada en Argentina?... Tengo dudas sobre lo que podría responder a esta pregunta. Lo cierto es que de ellos recibimos un importante legado, como de todos aquellos de distintas lenguas y culturas que habitaron, éste, nuestro suelo argentino.

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9 de diciembre de 2008
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LA FUGA
Autora: Adela Alvarez Faur
Estan allí, detrás de los árboles. Sé que me esperan.Los presiento con sus impermeables negros chorreando agua y sus pesadas botas ahogando el gemir de la lluvia, que cae mansamente dibujando arabescos sobre el patio de baldosones rojos.
Contengo la respiración tratando de oír algo que me indique que ellos se acercan. Sólo oigo el croar de las ranas y el deslizar de la fina llovizna, que persiste como una marcha fúnebre. Tengo que mantener la calma. Fue un error ocultarme en esta casona, estoy segura que ha sido una trampa urdida por mis perseguidores. Seguramente estarán vigilando las dos únicas entradas, y por las ventanas es imposible huir; todas tienen rejas. Debo elaborar un plan para salir de este caseron infecto de ratas, pero... ¿cómo? No hay teléfono, además, de haberlo no me serviría de nada, no podría llamar a la policía; me buscan por estar implicada en un contrabando. Tampoco podría llamar a mis amigos, porque no los tengo en esta ciudad, donde estoy de paso; si mis enemigos lo permiten será así, de lo contrario en lugar de ser "de paso", sera "perennemente".
En penumbras me deslizo, sigilosamente pegada a la pared. Un gato de porcelana me mira impasible desde el piano, con sus ojos absurdamente abiertos. Me acerco y lo observo a la luz de un fósforo, me parece ridículo en medio del polvo que cubre los objetos, o quizás demasiado blanco y brillante, como si estuviera frotado. No parece habitar permanentemente entre este desorden. La idea me produce un cosquilleo desagradable que me eriza la piel y pone tensos mis músculos. Creo que este lugar se ha transformado en una prisión de donde no podré salir con vida, a menos que agudice toda mi astucia. Mi cabeza es un hervidero de ideas que rechazo constantemente, sin haberlas puesto en práctica.
El péndulo de un viejo reloj traspone el umbral del silencio, estremeciéndome hasta las fibras más hondas.Trato de serenarme, pero las manos me tiemblan. Corro suavemente la cortina tratando de escudriñar en la semipenumbra de la calle. Tiendo el oido. Nada oigo.Es espantoso este silencio, quizás tratan de prolongar mi sufrimiento de esta forma: jugando con mis nervios y destruyéndome de a poco con el horror del miedo. El gato de porcelana sigue allí, impasible, mudo testigo de mi deterioro nervioso. De pronto, me parece que sus ojos brillan, y que sus formas han tomado la proporción de un gigante descomunal, dispuesto a saltar sobre mí. De un salto me arrojo sobre el piano y de un manotón hago volar la estatuilla lejos de mi vista. El ruido que provoca su caída es ensordecedor. Me arrastro hasta un rincón, mientras los ecos se pierden por los largos corredores en sombras. Me culpo por este error que no debí cometer. Los nervios han comenzado a traicionarme y eso es malo; me propongo mentalmente no volver a cometer torpezas. Un silbido rasga el aire poblando el silencio de agoreros presagios; indudablemente es una señal que se pasan entre sí.
Tengo que idear algo para escapar.Quizás consiga treparme al techo por la banderola del baño y desde allí, saltando hacia los árboles vecinos me resultará fácil llegar a la calle antes de que ellos me vean, no imaginarán que yo apareceré por el sector izquierdo, cuando me descubran ya tendré a mi favor muchos metros de ventaja. Si logro correr las tres cuadras que me separan de la estación del ferrocarril sin ser atrapada, me consideraré a salvo. Podré desaparecer entre la gente, o escapar en alguno de los trenes que parten continuamente hacia distintos puntos del país.
Comienzo a poner en práctica mi plan. En silencio,midiendo cada uno de mis pasos, recorro las habitaciones alumbrándome con el encededor. La lúgubre llama que debo encender intermitentemente, hace más tétrico el lugar. Alguna rata cruza en sibilante zig zag, dándome una sensación de repugnancia. Poco a poco consigo arrastrar una mesa hasta el baño. Trepo a ella y comienzo el difícil ascenso hacia el techo. Por más que me estiro no logro alcanzar la banderola que alguien dejó abierta brindándome la posibilidad de la fuga. Con un esfuerzo consigo saltar hasta tomarme de los bordes de la claraboya. Mi cuerpo cuelga como un ridículo muñeco desarticulado. Intento elevarme, pero mis 56 kilos me parecen una tonelada. Siento que se me desgarran los brazos. ¡Caigo! El ruido que provoca mi cuerpo al caer sobre la mesa, es espantoso, es un fragor que se va apagando lentamente, mientras mi agitación crece hasta desesperarme. Contengo la respiración un momento. Otra vez el silencio.
Pero... ¿ por que no actuan? Quizás se divierten, o quieren que enloquezca.
Permanezco un minuto en posición horizontal. Mientras trato de recuperar mis fuerzas, intento el único recurso posible para ahuyentar mis miedos: evadirme de la horrible realidad que parece una pesadilla interminable. Pienso en los amaneceres púrpuras de un verano ardiente. Me imagino junto al mar calcinándome al sol. Pero esto no resulta, no puedo retener las imágenes en mi cabeza. Ahora me veo corriendo hacia el mar con blancos pañuelos en las manos... No, es imposible. Vuelvo a tomar plena conciencia de lo que está pasando. Concentro mi atención en el lastimoso rectángulo de luz que se cuela por el boquete del techo, iluminando el vuelo de un verdoso moscardón que dibuja círculos fantásticos sobre mi cuerpo, hasta que imprevistamente cambia su> rumbo y furioso se estrella sobre un velo de telarañas> que cuelga de un esquinero de la pared vecina. Sus> alas tornasoladas se baten enérgicamente en un intento> de fuga. La lucha del insecto es frenética, agotadora.
Sin saber cómo, nuevamente me encuentro de pie sobre la mesa, pero tiemblo demasiado. Trato de concentrarme y espero que mi cerebro de la orden a mis piernas. ¡Un nuevo salto! Pero sin éxito. No he llegado. Lo intento una vez mas y... ¡Lo consigo! Me aferro a esa única posibilidad. Vuelvo a balancearme y por fin puedo apoyar mis pies a la pared. Me empujo hacia arriba,mis brazos no soportan mi peso, estoy a punto de caer nuevamente, pero en un último y desesperado esfuerzo logro levantarme y asirme por los codos, ¡ya el cielo es mio! La bocanada de aire frio y la lluvia que se posa en mí, silenciosa y pausadamente, tienen el poder de ahuyentar los fantasmas del miedo, que por un momento me dejan respirar libremente. Puedo sacar todo mi cuerpo y me tiendo sobre el techo. Necesito unos minutos. Siento que el corazón se me escapa como un potro enloquecido. Mientras me sobrepongo al esfuerzo, agudizo mi sentido de orientación. Estoy en el sector izquierdo de la casa, ellos estaran vigilando las dos entradas. Pero si logro escabullirme saltando de árbol en árbol, cuando me vean ya tendré cien metros de ventaja a mi favor.
Observo las ramas que caen lánguidamente mientrasaspiro el perfume amargo de los pinos. Cargo de aire mis pulmones y me preparo mentalmente para lo que será mi segundo paso hacia la libertad. Mi plan funciona. Todo es muy rápido hasta llegar a la calle. Me parece un sueño haber escapado de la casa conservando aún mi integridad física.
Un nuevo silbido me estremece. Tal vez ya me han visto. Comprendo que ahora mi salvación depende de mis piernas y comienzo una carrera desenfrenada. Corro. Corro desesperadamente. Quisiera gritar, pero sé que perdería fuerzas y contengo mi impulso. Las luces de la estación ya están muy cerca, pero por un momento parecen desvanecerse ante mis ojos. Siento que mi pecho va a estallar y miles de campanas retumban en mi cabeza. He llegado al límite de mis fuerzas y caigo de bruces. El tiempo parece haberse detenido. Semiinconsciente oigo el silbato del tren, que como un eco doloroso se pierde entre las colinas, entonces la esperanza me da nuevos bríos y me impulsa a seguir mi loca y desenfrenada carrera. Aferrada a esa única posibilidad de vida, consigo llegar. El tren comienza serenamente su marcha a pocos pasos de mí. Me abro paso entre la gente, empujo, atropello. Un hombre gordo y corpulento me lanza una palabrota, en ese momento no sé si me disgusta o me complace, sólo sé que ya estoy a salvo. De un salto consigo treparme al tren que ya está en movimiento. Los pasajeros me miran entre sorprendidos y desconfiados. Comprendo que mi aspecto debe ser desastroso. Me aliso el pelo húmedo y enmarañado. Tratando de dominar mi agitación, ordeno la blusa dentro de mi pantalón. La ansiedad me ahoga, no soporto las miradas y me escurro hasta uno de los camarotes. Está vacío. Apago la luz y me recuesto intentando ordenar mis pensamientos.
Todo me parece demasido irreal, esta loca fuga y... ¿Qué haré en la próxima estación? Pienso que quizás sería mejor entregarme a la policía, antes que seguir huyendo de mis perseguidores. Los goznes de la puerta chillan interrumpiendo mis pensamientos. El haz de luz inunda el recinto, recortando la figura del hombre vestido de negro. De un salto me pongo a la defensiva. El hombre avanza seguido por otro. Un frío me recorre la columna vertebral. Incapaz de actuar, discurro ante la idea de implorar piedad o saltar sobre mis enemigos como un felino, pero enseguida mis ideas se desvanecen como moléculas en el viento; y respondiendo sólo al instinto de conservación, me lanzo como un huracán hacia el ángulo de luz que proyecta la puerta entreabierta, pero no alcanzo a transponer el umbral. El frío caño metalizado se apoya en mi estómago produciéndome un estado nauseabundo. Las aceradas pupilas grises que se calan en mí, son más elocuentes que las palabras, en ellas veo la trágica resolución, que unida al gesto, me hace retroceder por el pasillo hasta llegar a la puerta. Insiste en que siga retrocediendo con el arma disimulada bajo un echarpe de color oscuro. He comprendido su juego, allí abajo me espera el vacio. Quisiera gritar, pero no sale mi grito, todo ha sido inútil. El aire frío golpea mi espalda, mientras el fragor del tren apaga el gemir de las malezas que se doblan espantadas ante ese monstruo de hierro. Un paso más y... ¡Caigo! Mientras el vacío me atrapa, un grito interminable escapa de mi boca, y por fin... despierto, espantosamente aterrada, sobre la alfombra, al lado de la cama.
FIN
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