26 de marzo de 2009

EL METEORO

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Son las 15:15 hs. de la tarde, toda la noche llovía con un viento huracanado, queriendo llevarse todo por delante, si el cielo estaba enojado con ruido ensordecedor, no parecía algo natural.
Las chapas del techo de mi dormitorio rugían, nunca escuche tal sonido, el viento, agarraba a las chapas y no las soltabas, furioso, largaba bramidos, por que no podía desprender ninguna. Yo miraba hacia arriba, y decía “DIOS MIO”.





No sé en que instante me quede dormido, no sé en que instante mis oídos se cansaron del gruñido de este tempestuoso viajero inoportuno. Tan solo quería descansar. Me levanté y encontré el álamo plateado de mi vecino que se quebró en la batalla, pobre, era tan hermoso y costó tanto tiempo a la naturaleza criarlo.
Me senté en un bar, como quien ve el diario y realiza un cronograma de actividades y los lugares más próximos para repartir mi currículum vitae, solicitando trabajo. Cuán importante es encontrar trabajo.

Pero la televisión hablaba de otras cosas, de seres humanos desparecidos por el temporal, otras sin viviendas, ya que quedaron anegadas por el fenómeno metereológico.
Como dicen algunos periodistas, “el meteoro que paso a las 4 de la mañana, dejo un saldo de 250 persona desaparecida etc.”, un meteoro, que le diría mi abuelita Dorotea que era de campo adentro, “que meteoro huna gran siete, si tenis deseo de usar la boca, por que no te así gárgaras de limón, antes de hablar tonteras, ve eso, ahora le dicen meteoro”.




Paso la sudestada (eran las grandes tormentas que venían del sudeste) no, esta palabra no viene de sudor, esta sudestada seria, como te diría, varios negros bañados en sudor y con un olor que te destranca hasta el cerebro. Pero ya paso y la sudestada fue clemente conmigo, puedo caminar en la calle sin ninguna preocupación, sintiendo la humedad del ambiente, con la conciencia que tengo que seguir caminando hasta el caer de la tarde.
Pensar que ayer a la tarde había un grupo de personas que estaban gozando de su vida o renegando de ella, o estaban jugando o disfrutando. Ahora sus parientes les reportan desaparecida. Otras personas, desesperadas sin hogar lloran el sacrificio de toda una vida para poder tener un digno cobijo en el lugar donde vive. Otras están con frío y hambre. De la noche a la mañana como un soplar de vela, todo oscureció, todo cambio.




Toda la reflexión estaba orientada a las talas de árboles en los montes, el calentamiento ambiental, la sequía y los meteoros que te sorprenden sin darte respiro. Pero nadie nos dijo que la vida es estática y nadie nos enseño que la vida es risa y llanto, frío y calor, saciedad y hambre. Siempre nos hicieron creer, que muchas veces los opuesto a las sensaciones placenteras es castigo como consecuencia de algún mal que el ser humano hace. Pero la vida es así, dos opuesto en una misma realidad.
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HISTORIAS DE INMIGRANTES

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Escribe Adela Alvarez Faur

Los africanos en nuestro país. Muchos estudiosos han negado la presencia de gente de color, en nuestro suelo. Algunos historiadores se refirieren a ellos como “fueron muy pocos,” y en realidad no es así.

Mal que le pese a muchos, la presencia negra estuvo incorporada a nuestra sociedad, quizás no como estuvo, y está, la inmigración europea.

Los africanos provenían de distintas partes de África, algunos de Bantú, Guinea, Senegal, Angola y Cabo Verde. A veces, Buenos Aires, era para estos desdichados apenas una parada para seguir después rumbo a otros destinos. La venta de esclavos constituía el mejor negocio para aquellos que querían enriquecer rápidamente.





Solían llevarlos para venderlos a Perú o al Alto Perú donde se los hacía trabajar en las minas. Los negreros, pasaban por Tucumán y Salta, dejando muchas veces en esos lugares, buena parte de la “mercadería”.
Otra vía que tomaban era por Córdoba hacia Mendoza, y desde allí pasaban a Chile. Los precios oscilaban entre uno y otro lugar. Los lugares que salían de la ruta obligada, debían pagar mayor precio por los esclavos, ya que el flete se encarecía, y esto suscitaba enojos entre los lugareños.

Entre los años 1776 y 1810, en Buenos Aires, la tercera parte de los esclavos que allí habitaban compraron su libertad mediante un procedimiento que se le llamó la manumisión. Aquello era más accesible a mujeres y niños. Los negros que lograron esto, lo hicieron con gran sacrificio, ya que el que quería ser libre debía pagar 400 pesos, suma en la que estaba tasado. Por lo general, este dinero inalcanzable para muchos, salía del trabajo de toda una familia y de amigos del barrio que durante mucho tiempo ahorraban.




Otra forma de libertad, fue bajo la promesa de servir a su amo hasta la muerte de éste. También se liberaban casándose con mujeres libres, y si a veces esto no resultaba, por lo menos obtenían la libertad para sus futuros hijos. La unión entre negros e indias dieron
una descendencia a los que se les denominó: mulatos, morenos y pardos, también ellos podían hacerse dueños de la tan ansiada libertad.

Otras de las estrategias que usaban las mujeres esclavas, era, unirse a hombres blancos, con el propósito de tener hijos más claros de piel. También se unían sexualmente a sus amos, sabiendo de antemano que los hijos que nacieran de esa unión, estarían bajo el amparo de su dueño y a la larga llegarían a ser libres y un poco más claros que ellos.

Sin embargo, ni alcanzando la libertad los negros accederían a los mismos derechos que los blancos. No podían asistir a las mismas escuelas de los blancos, ni portar armas, ni vestirse de manera ostentosa.
Tampoco debían desempeñar cargos militares, eclesiásticos o civiles. Las mujeres no podían vestirse con sedas o encajes ni lucir joyas, o salir de noche.
Mucho tendríamos para seguir hablando sobre este apasionante tema, pero se nos acaba el tiempo y el papel.



Mi pregunta es: ¿Debemos definir a los africanos como parte de la inmigración, o simplemente como la esclavitud insertada en Argentina?... Tengo dudas sobre lo que podría responder a esta pregunta. Lo cierto es que de ellos recibimos un importante legado, como de todos aquellos de distintas lenguas y culturas que habitaron, éste, nuestro suelo argentino.

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3 de marzo de 2009

PITUCHO

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¡Pitucho ven para acá! El se acercaba con mucho temor y medio encorvándose para recibir los golpes de doña Clara, quien asestaba varios varillazos en su espalda, como quien descarga sus enojos ante la vida.

Esta mujer, su madre, sentada en una silla de ruedas, invalida por el dolor y la deformación de una enfermedad a los huesos. El dolor y el sufrimiento sin explicación y aceptación calo hondo, hasta desmoronar sus huesos.

Los vaivenes de la vida la dejo, con sus hijos, en la total pobreza sin un lugar a donde vivir.
Fue a integrar, como todos los carenciados, a la orilla del canal norte, ahí con sus hijos, Coca, Cuca y Pitucho, ayudaron a su madre a hacer un rancho precario.

Hacia ya dos años que nos habíamos cambiado al Colmenar, tierra extraña, con lugares descampados, a los lejos un tambo, con casas precarias y muchos sitios baldíos.
Pronto, con nuestros vecinos se nos transformo en un lugar de total aventura, donde jugábamos subiéndonos a los árboles y entre la maleza.

Un día, sentí que golpean la puerta de casa, voy a ver quien era, estaba ahí un chico que me llamo la atención, tenia dos dientes extremadamente grande que se abría pasos entre sus gruesos labios, como que estos se imponían de tal forma, que dejaba la boca entre abierta.
Su ojo izquierdo, se movía alocadamente de aquí para allá, como queriendo ver todo los movimientos de su interlocutor arrastrando ligeramente su ojo derecho.
Era un niño de diez años, que había que descubrirlo, ya que por su apariencia que le dio la vida, era una grotesca figura, al que los chicos del barrio asustaba. Detrás de esta figura, había un ángel.

Por mandato materno, todas las mañana salía temprano a pedir, hasta el medio día. Cuando pasaba por frente mi casa, cargando con orgullo lo que la divina providencia le regalo y con agradecimiento a la misericordia de la gente.

Todos éramos un poco necesitados y menesterosos, pero sabíamos que siempre hay alguien peor que nosotros, a los que Dios, la vida, el ser, nos ponía en esa encrucijada del compartir.

Pitucho llevaba en su hombro la faena del día, ya tenía que comer su madre y sus hermanas. Pero lo que mas grande que el valoraba, es la sintética y escueta sonrisa de aprobación de su madre. Es que para ella, no había término medio, como que la vida no le enseño gesto de flexibilidad y paciencia. Si Pitucho no traía nada, seguro que estaba el golpe certero en su espalda. Pero a el le gustaba esa sonrisa austera de su madre. Ella no entendía que algunas veces la misericordia de la gente y la providencia divina estaban muy esquivas, como tampoco entendía la niñez de ese ángel, que se distraía jugando a las bolillas conmigo y sin medir el tiempo siempre se le pasaba la mañana.

Sus hermanas Coca y Cuca poco las veía, se que la mas chica trabajaba en una casa de familia y volvía a la tarde y a Coca muy rara ves.
Ya había pasado el tiempo, nuestra vida corría sin detenerse, sin dejar de lado el escenario del Canal Norte.
En época que no corría agua, se trasformaba en un lugar preferido para jugar con nuestras bicicletas. Nos bajábamos cada uno con sus carritos, al que tirábamos a alguien a lo largo del canal, no importaba el calor de la loza hirviendo, lo importante era el viaje. Pasábamos por frente de la casa de Pitucho, estaba ahí, mirándonos como queriendo estar en el grupo, pero no se tenia que alejar de su madre. Siempre sentía que al pasar, el viajaba en el carrito que yo tiraba.


Algunas veces, en verano cuando llovía mucho, el agua levantaba una loza lateral del canal, horadando la tierra, formando cuevas, en la que nos reuníamos para cocinar y comer algo. Cada uno traía de la casa un elemento de cocina, otros traía las verduras otro el fideo y el que no podía, tenia la obligación de juntar leña y hacer el fuego. Todo era una aventura sin tener en cuenta el grado de contaminación del agua que traía el canal. La asepsia a la hora de comer en esa edad no la teníamos presente, no conocíamos que era contraer una enfermedad.


Pitucho tenía una pierna derecha encogida e igual su mano derecha, no tan solo tenia que lidiar con su cuerpo minusválido sino que era el tema de las irónicas cargadas de los chicos del barrio.
Algunas veces, mi madre me mandaba para que llevase una caja de leche en polvo, al entrar a su casa, encontraba a su madre Doña Clara, pálida como un vaso de leche, al que le resaltaba el color renegrido y espeso de su cabellera, adornado naturalmente con algunos mechones canoso. A la par de su silla estaba El, con un cepillo, cepillando esa larga cabellera. Ella agradecía el gesto, y le decía a Pitucho “chango da la gracias”.


Ya tenia mis dieciséis años, era pleno gobierno militar, donde la pobreza, la guerra contra la subversión, la desaparición de estudiantes y personas hacia que la vida tenga sus momentos virulentos y difíciles. La pobreza hacia crecer al vecindario en la orilla del canal. Todo se renovaba, las casas vacías que quedaban después del control militar, eran ocupados con gran rapidez.

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