3 de marzo de 2009

PITUCHO

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¡Pitucho ven para acá! El se acercaba con mucho temor y medio encorvándose para recibir los golpes de doña Clara, quien asestaba varios varillazos en su espalda, como quien descarga sus enojos ante la vida.

Esta mujer, su madre, sentada en una silla de ruedas, invalida por el dolor y la deformación de una enfermedad a los huesos. El dolor y el sufrimiento sin explicación y aceptación calo hondo, hasta desmoronar sus huesos.

Los vaivenes de la vida la dejo, con sus hijos, en la total pobreza sin un lugar a donde vivir.
Fue a integrar, como todos los carenciados, a la orilla del canal norte, ahí con sus hijos, Coca, Cuca y Pitucho, ayudaron a su madre a hacer un rancho precario.

Hacia ya dos años que nos habíamos cambiado al Colmenar, tierra extraña, con lugares descampados, a los lejos un tambo, con casas precarias y muchos sitios baldíos.
Pronto, con nuestros vecinos se nos transformo en un lugar de total aventura, donde jugábamos subiéndonos a los árboles y entre la maleza.

Un día, sentí que golpean la puerta de casa, voy a ver quien era, estaba ahí un chico que me llamo la atención, tenia dos dientes extremadamente grande que se abría pasos entre sus gruesos labios, como que estos se imponían de tal forma, que dejaba la boca entre abierta.
Su ojo izquierdo, se movía alocadamente de aquí para allá, como queriendo ver todo los movimientos de su interlocutor arrastrando ligeramente su ojo derecho.
Era un niño de diez años, que había que descubrirlo, ya que por su apariencia que le dio la vida, era una grotesca figura, al que los chicos del barrio asustaba. Detrás de esta figura, había un ángel.

Por mandato materno, todas las mañana salía temprano a pedir, hasta el medio día. Cuando pasaba por frente mi casa, cargando con orgullo lo que la divina providencia le regalo y con agradecimiento a la misericordia de la gente.

Todos éramos un poco necesitados y menesterosos, pero sabíamos que siempre hay alguien peor que nosotros, a los que Dios, la vida, el ser, nos ponía en esa encrucijada del compartir.

Pitucho llevaba en su hombro la faena del día, ya tenía que comer su madre y sus hermanas. Pero lo que mas grande que el valoraba, es la sintética y escueta sonrisa de aprobación de su madre. Es que para ella, no había término medio, como que la vida no le enseño gesto de flexibilidad y paciencia. Si Pitucho no traía nada, seguro que estaba el golpe certero en su espalda. Pero a el le gustaba esa sonrisa austera de su madre. Ella no entendía que algunas veces la misericordia de la gente y la providencia divina estaban muy esquivas, como tampoco entendía la niñez de ese ángel, que se distraía jugando a las bolillas conmigo y sin medir el tiempo siempre se le pasaba la mañana.

Sus hermanas Coca y Cuca poco las veía, se que la mas chica trabajaba en una casa de familia y volvía a la tarde y a Coca muy rara ves.
Ya había pasado el tiempo, nuestra vida corría sin detenerse, sin dejar de lado el escenario del Canal Norte.
En época que no corría agua, se trasformaba en un lugar preferido para jugar con nuestras bicicletas. Nos bajábamos cada uno con sus carritos, al que tirábamos a alguien a lo largo del canal, no importaba el calor de la loza hirviendo, lo importante era el viaje. Pasábamos por frente de la casa de Pitucho, estaba ahí, mirándonos como queriendo estar en el grupo, pero no se tenia que alejar de su madre. Siempre sentía que al pasar, el viajaba en el carrito que yo tiraba.


Algunas veces, en verano cuando llovía mucho, el agua levantaba una loza lateral del canal, horadando la tierra, formando cuevas, en la que nos reuníamos para cocinar y comer algo. Cada uno traía de la casa un elemento de cocina, otros traía las verduras otro el fideo y el que no podía, tenia la obligación de juntar leña y hacer el fuego. Todo era una aventura sin tener en cuenta el grado de contaminación del agua que traía el canal. La asepsia a la hora de comer en esa edad no la teníamos presente, no conocíamos que era contraer una enfermedad.


Pitucho tenía una pierna derecha encogida e igual su mano derecha, no tan solo tenia que lidiar con su cuerpo minusválido sino que era el tema de las irónicas cargadas de los chicos del barrio.
Algunas veces, mi madre me mandaba para que llevase una caja de leche en polvo, al entrar a su casa, encontraba a su madre Doña Clara, pálida como un vaso de leche, al que le resaltaba el color renegrido y espeso de su cabellera, adornado naturalmente con algunos mechones canoso. A la par de su silla estaba El, con un cepillo, cepillando esa larga cabellera. Ella agradecía el gesto, y le decía a Pitucho “chango da la gracias”.


Ya tenia mis dieciséis años, era pleno gobierno militar, donde la pobreza, la guerra contra la subversión, la desaparición de estudiantes y personas hacia que la vida tenga sus momentos virulentos y difíciles. La pobreza hacia crecer al vecindario en la orilla del canal. Todo se renovaba, las casas vacías que quedaban después del control militar, eran ocupados con gran rapidez.