Se los sacaban dos veces al día, previamente se les impedían ver, no vaya a ser que se escapen, previas rigurosas anteojeras o capucha con soga atada a los pies se los hacía caminar, trotar, correr, trote con dificultad. Con una vara de junco y con golpe sostenido se le golpeaba su lado izquierdo o derecho, según sea para donde uno quería que doblase. Una vez al día tenían que pelear con los ojos vendados, como para ejercitarlos en momentos extremos, ya sea que estuviesen en plena oscuridad o en lo peor de la batalla llegaran a quedar ciegos, tenían que prevenir e intuir por donde viene el golpe del enemigo y así aprender a sobrevivir y seguir peleando de esta manera.
Se los incentivaba, se les enseñaban a desarrollar los instintos y el principal el de supervivencia, tan solo dos veces a la semana eran peleas normales. Con tanta exigencia física, se los refrescaba esparciéndole agua, su trabajo era agotador e inhumano, pero era necesario que descargaran todas sus energías, eran perfectos asesinos y detrás de los barrotes tenían que estar sedados, tranquilos pero sin usar psicofármacos, tan solo debían ejercitar y descargar sus violencias.
Pero eran los que mejor comían y todo regulado a horario. Llevaban un régimen de actividades duramente estructurada como para reeducar a psicópatas, ni en las mejores cárceles o los más rigurosos adiestramiento de elites, tenían los gallos de riñas de mi abuelo.
Eran animales hermosos, de plumas azules y doradas que brillaban aun en los días nublados. Sus muslos desarrollados y prominentes, salían de sus jaulas los días Domingo cuando mi abuelo debía competir en las famosas riñas de gallos, del Timbo Nuevo. Ensillaba su caballo moro, hermoso, esbelto, era dócil a más no poder, como decían las parroquianas “ay, si es un pan de Dios”.
El estaba orgulloso de sus gallos, algunas veces delegaba a Toro algunas actividades de adiestramiento y esta vez le dijo que lo encapuchara y lo hiciera trotar suavemente por todo el cerco. Con toro, ya al caer la tarde, el sol se hacia sentir, pero ya no hería con sus rayos la piel, era soportable su presencia.
El gallito trotaba desde el cerco hasta el bajo, pero de tanto jugar ya no contamos las idas y vueltas, creo que estaba un poquito extenuado. Como tenía capucha no el sabía si iba sacando la lengua o no, buen en fin, así es la vida del gallo de riña, durísima.
A mitad del cerco, el bípedo plumífero salvaje, se paró instintivamente como quien se detiene ante el peligro y efectivamente, a poco metros estaba el gallo tuerto de los guanqueros, bueno para los que no leyeron los otros cuentos, los guanqueros son los primos hermanos de mi abuelo, lindaba con las tierras de el.
Era un gallo mañero, siempre se cruzaba para pisar a las gallinas de mi abuela Dorotea, en cambio mi abuelo quería que sus gallos pisaran, pero estos eran chicos rudos cuando pisaban, con el pico se hacía de las crestas de las gallinas, lastimándolas y como tenían unas filosas uñas o garras, las dejaban chasca y descangayadas. Ve, no eran sonsas las gallinas al momento de amar, siempre elegían a este gallo tuerto, ya que era suave y placentero, ¡que asombrosa es la naturaleza!
Como el gallo de mi abuelo era tremendamente territorealista, donde estaba él, no pisaba ningún otro gallo, y así con las patas atadas y encapuchado, no media riesgos, era aguerridamente imprudente. Se le fue como a picotearlo y con las plumas paradas, un perfecto guerrero. El tuerto se puso firme, sin conocimiento de contienda sino aquellas que le daba placer, se puso un poco de costado, no parecía tan gallito, pero nos dimos cuenta que la posición ayudaba a la visión. Con Toro nos miramos, se nos cruzo la tentación de soltar la correa, “y que hacemos”, como a nosotros niños, no nos permitía ir a las riñas de gallos, nunca lo habíamos visto pelear, bueno la curiosidad fue placenteramente grande, revivir “in situ” lo que nos prohibían, fue la mejor decisión.
Soltamos la soga, era la pelea de dos gallos, en una esquina estaba el gallo tuerto y la otra el gallo ciego, dije que estaba encapuchado, ya que no hubo tiempo de sacarle la capucha y como estaba entrenado para estas situaciones, bueno a pelear se a dicho.
La contienda empezó, el gallo de mi abuelo como estaba con capucha sus picotadas golpeaba con fuerza pero no herían, había una pérdida de efectividad del 30%, los espuelones eran armas mortales que cortaba la piel pasando previamente por las plumas. El tuerto parecía muy refinado, pero pasaba por sus cabezas el harem de gallinas pisadas y lucho por ellas. Su lucha tenia sentido, peleaba por el amor pepermetuo. Sacó fuerza y doblegó al gallo de mi abuelo, aun peleando de costado, Ahora me doy cuenta que cuando la vida tiene sentido, o la causa tiene una razón de ser para la existencia y la felicidad, no importa el peligro, uno saca fuerzas de donde no tiene para conseguir o defender lo que anhelamos o valoramos.
Así es, el guerrero fue vencido por el amor, el tuertito con su posición dudosa, le hizo retroceder y huir. Como las cosas ya estaban dirimidas, nos miramos con asombro, no sabíamos si decir “guauuuu que pelea” o tan solo “araca el gallo de riñas”.
Lo atrapamos, le pusimos la correa de nuevo en un parsimonioso silencio y con el respeto que se merece, lo hicimos caminar de vuelta a la jaula, los dos callados pensando que todo ser tiene un molde que lo sujete.
Que buen post, felicidades.
MUCHISIMAS GRACIAS